17 de agosto de 2017
Una más. Acaso la menos pensada por su impecable
conservación. Pero los ojos de los vecinos deberán acostumbrarse a una nueva
ausencia. La casona que perteneciera al Dr. Juan Claudio Tuculet, y que
heredara el recordado Aníbal Tuculet, pronto caerá bajo las garras de la
topadora para repetir -en una secuencia que impone la nueva estética edilicia-
el destino de tantos otros inmuebles del Tandil de los años felices: una
imponente torre de cemento se levantará allí, a instancias de lo que fuentes
bien informadas señalan como la venta de esa propiedad y de la lindante, donde
abre sus puertas la oficina de Tuculet y Compañía. Así, el ancho frente de
calle Paz dará lugar a una nueva edificación que dejará a la emblemática casona
en el olvido. O en el recuerdo de los más memoriosos.
Para quienes lo conocieron, el inmueble, a partir de su
hermosa fachada cubierta por su elegante enredadera, parecía mucho más
espacioso de lo que en verdad era. Era (y todavía es) una casona sin
ostentación y sin proliferación de ambientes. Con un espacioso patio verde y un
estilo de construcción de dos plantas cuya síntesis resumía la sobria distinción
con que fue construida, rematada por el ladrillo vista y los postigones de
madera. La casona resistió la dictadura de las modas y los diferentes cambios
de época, sin perder por esa belleza clásica que, además, estuvo a tono con su
historia.
Fue en su interior, una noche de 1969, que el dueño de casa,
Dr. Juan Claudio Tuculet (un productor agropecuario de formidable cultura
letrada, emprendedor que amaba a Borges y verdadero impulsor de Cretal, la
cooperativa que llevó la luz al mundo rural), recibió a un periodista porteño
de fuste: Osiris Troiani, redactor en ese momento de Primera Plana, el
semanario que había fundado Jacobo Timerman. Tuculet era además corresponsal
del diario La Prensa y fue el nexo, junto al escritor Hugo Nario, para que un
desconocido Osvaldo Soriano -quien entonces trabajaba en Metalúrgica Tandil y
escribía crónicas futboleras en El Eco- conociera a Troiani y le pidiera una oportunidad
en el diario porteño. La tuvo. El gordo escribió una crónica demoledora acerca
del tenor mercantilista de la Semana Santa lugareña, desatando la ira de
monseñor Luis Actis y huyendo en el primer tren a Buenos Aires. La crónica
provocó un gran revuelo. Y ya sabemos, entonces, que de alguna forma fue en esa
casona donde Soriano empezó a ser el escritor que más tarde fue.
Muchos años después, ya en los 90, y con Aníbal Tuculet como
anfitrión, su gran amigo René Lavand ofreció un show para sus amigos, con la
misma pasión como si estuviera en el show de Ed Sullivan, que lo hizo conocido
en el mundo entero. Fue una noche memorable que el mejor ilusionista del mundo
dedicó, borgeanamente, al fervor de la amistad, cuando nada hacía pensar lo que
traería el futuro como una cruel emboscada: Aníbal moriría muy joven, Lavand
algunos después y a la casona de Paz al 300 por decisión de los herederos le
esperaba el certificado de defunción a manos de una conocida empresa
constructora.
En los muchos rostros que está tomando la ciudad del siglo
veintiuno, el llamado Tandil de la posmodernidad, uno de los más dolorosos es
el que impone la propia ley de la historia: nada es eterno para la irremediable
rueda del tiempo. En palabras del escritor Eduardo Mallea, debemos asumir como
un destino ineluctable que todo verdor perecerá. Y, como siempre, será demasiado
tarde para lágrimas.
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