Deportes. Homenaje y milagro en el gol de Santamarina

Un día de octubre, pero de 1415, el Rey de Inglaterra se jugaba, a todo o nada, su trono antes los franceses. Era el día de San Crispín, el patrono de los zapateros. Ese día Henry no desenvainó la espada, sino su palabra. Y con apenas un hilo de voz, invocó a los vivos y a los muertos en un relato vibrante que hablaba de la virtud de sacar todo de sí cuando, aparentemente, ya no queda nada, ni siquiera el suspiro de la queja.

Pasan los años, pero el hombre sigue invocando a los amigos -a los vivos y a los muertos- cuando se juega el todo por el todo.

Con un hilo de voz, Juan Casero relató Santamarina - Atlético de Rafaela. No hay nada que la felicidad no cure, ni dudas que una vida en su albor no espante.

Y así estaba el hombre del relato, la voz del pueblo de Santamarina, pidiendo un milagro para compensar ese arbitraje mezquino; sacando del bolsillo cábalas, ritos y sortilegios, hasta llegar al final del trapo. Y en el fondo, en la trama de pelusa y hastío, encontró las últimas monedas para la apuesta.

Las puso sobre la mesa de la cabina de transmisión. Se acordó de su amigo, del futbolero y del sabueso más tenaz que tuvo la noticia policial de Tandil. Miró la pelota, miró el filo metálico de los últimos pesos, y lo invocó. "Como diría mi amigo Daniel Pérez... ¿A ver cuánto me queda en el bolsillo ... Unos pocos pesos. Ya está... se las echo a buena a Piñero y Barsottini".

Había venido para eso. Para cantarle el gol a Santamarina y a la pequeña Renata, porque no hay lugar para dos amores tan grandes si no se los hace uno solo; y a ese pueblo inmenso aurinegro que sabe que Dios aprieta pero no ahorca.

Nunca sabrá Casero si Daniel jugó a la par. El brillo de los reflectores no le dejaba ver con claridad ese cielo inmenso y oscuro que cubría el San Martín como un manto protector. No sabrá tampoco si buscó lo último de su bolsillo y lo primero de su esperanza y lo puso a los pies de Barsottini. Pero lo cierto es que el Pucho la empujó hasta la red como los que han nacido para eso.

El grito ronco de Casero rompió la compuerta. ¡Qué saben las enfermedades de los amores! Y tronó de punta a punta, recio y potente. Y parecía que no iba a terminar más de cantarlo. Miró hacia el cielo y le pareció verlo; puño cerrado, brazo en alto, el hombre que cuando no le quedaba nada, se jugaba todo.

Si no cree en los milagros, le presto este, porque así ocurrió. Como también ocurrió en 1415, en esos pantanosos campos franceses cuando en octubre se avecinaba el Día de San Crispín, y lo que parecía el final era apenas el principio.