8 de mayo de 2017

MIRADAS

Fernando y el don de tener una vocación

Lo peor es la muerte, lo irremediable, y para colmo en plena juventud. Pero quizá en la vida hay algo peor y eso de alguna manera lo salva, de alguna manera todavía lo tiene acá entre nosotros. O de alguna manera le da un sentido, un mínimo, un insignificante pero sentido al fin, al sinsentido de la tragedia: lo peor sería a los 24 años no tener una vocación.

Y Fernando la tenía. Entonces para empezar podemos conjeturar que no es lo mismo decir que alguien murió porque se enfermó, o porque se le cayó un piano en la cabeza, o porque simplemente cumplió un ciclo biológico.

No es lo mismo vivir que durar. O, en sentido inverso, como dijo Facundo Cabral: hay gente que pasa de la cuna a la tumba sin darse cuenta. Es la gente a quien Dios, el Espíritu Santo o el que sea no le dio una vocación.

Tener una vocación es como un don. Viniste de fábrica con eso. Está o no está. Si la tenés nunca vas a necesitar que te hagan un test para saber qué querés hacer de tu vida.

Porque, y esto es lo importante y lo irreversible, tener una vocación es como parpadear. Como respirar. No hay forma de que puedas concebir tu vida sin actuar de acuerdo a esa vocación. La que sea. Bombero, piloto de avión, jugador de fútbol, artista, peluquero, médico. Relator.

Etimológicamente, el que relata, el narrador, es el que sabe. El narrador oral -el relator desde tiempos pretéritos- está sentado en el lugar de los acontecimientos para contarnos una historia. La que nosotros no podemos ver. Para narrar lo que sabe. Para contar lo que ve. Todo lo que podamos saber, intuir, todas las escenas que se vayan a componer en nuestra mente ante lo descripto por la prosa oral de su voz depende de las argucias y el modesto arte del relator. De su estilo, de su fe en la música de las palabras, de su inventiva y su improvisación. O de confiarle la secuencia del relato a un ser intangible que se lo dicta al oído. En los poetas se alude a la musa; no creo que haya demasiada diferencia entre la poesía y la narración futbolera.

Es un tiempo horrible para el que relata. Ya se sabe que la televisión llegó para arruinarles quizá la mejor parte de su trabajo: la narración de lo que está viendo con el ritmo, el tono y la propia retórica imaginativa exigen. Eso les pasa a los relatores consagrados, a los que juegan en primera. Deben relatar contra la tele, la repetición y sobre todo contra los ojos del público que están posados en el mismo lugar de los hechos. Pero a los nuestros, a los del interior, cuando la televisión no se acerca, todavía les queda la gracia y el milagro de la radio como único puente entre la pelota y el oyente.

Entonces la vocación sonríe a instancias de la magia. Porque un tipo que tiene vocación necesita de la credulidad de su oyente. Necesita que el oyente lo escuche y le crea. Le crea a pie juntillas de que en ese tiro libre si la pelota se pareció a una mariposa que viajó desde muy lejos, desde fuera del área y se colgó del ángulo y cayó desvanecida envuelta mansamente en la red del arco, esa imagen de la pelota-mariposa habrá sido una metáfora que poetizó el momento más sublime del fútbol. Y para eso está el relator, para trabajar con la realidad desde la virtuosidad del lenguaje aunque el partido sea horrible, y él -de esa trama monótona- tenga que tallar una piedra preciosa. Y si puede hacer eso, si su voz y su narrativa se lo permiten es porque antes que todo, antes que la metáfora y la pelota y la formación de los equipos, y los auriculares, y el retorno, y las cabinas decrépitas y las hinchadas hostiles, antes que todo eso estaba el viaje. Es decir, estaba la vocación del relator más allá del partido mismo. La vocación para armar su equipo de trabajo todo a pulmón: para comprar el espacio en la radio, para sostener los viáticos de cada travesía, para producir la pequeña epopeya de todo relator del interior en una radio del interior. Entonces, nada de todo esto hubiera posible si a los once, a los doce años cuando un niño llamado Fernando veía a su padre llamado Sergio colgado de la partitura de la palabras del relato en las cabinas del Estadio San Martín, ese niño que soñaba ser ese padre y ese relato, hubiera descubierto que en ese equipaje intangible con que había llegado al mundo el Santísimo le había hecho el mejor de los regalos: le había dado una vocación.

Es cierto que morirse a los 24 es un horror. Es cierto que no hay palabras para remedar el tremendo golpe al plexo, el dictado del destino inexorable. Pero sí nos queda una certidumbre, una certeza, un íntimo aliento en medio del desasosiego: esa última curva en la madrugada fatal, el joven relator la tomó mientras desandaba uno de los tantos viajes que impone la vocación. Viajaba al encuentro de la pelota-mariposa, plenamente viajaba, para llevarle a sus oyentes del Tandil profundo la épica futbolera que se cultiva más allá de la General Paz.

Tener una vocación, un saber qué hacer y en qué poner el alma en este mundo, es contar con el pasaporte sagrado para comprender que, con privaciones, con riesgos, con sacrificio pero sobre todo con mucha mística, vamos a vivir y morir haciendo la vida que elegimos vivir. Esa que también nos tiende sus dolorosas emboscadas. Cuando uno nace con una vocación, con esa certidumbre de que serás lo que debas ser o no serás nada, la existencia tiene un sentido profundo e irrevocable. Un filósofo escribió que nada de las cosas de este mundo valen la pena si no se hacen con pasión.

La última curva encontró al joven relator yendo hacia su insurgente e invencible pasión. Hacia su vocación de vivir en voz alta para cumplimentar el bello aforismo del poeta Dylan Thomas: "La pelota que pateé en mi niñez aún está volando por el aire". Lo que es lo mismo que decir que la voz de Fernando Pinchentti Altamirano, redonda como el balón y cruelmente breve como una mariposa, aún está volando por el aire.

(Editorial de este lunes en el programa "El Cómplice", de LU22 Radio Tandil)


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