15 de agosto de 2017
por
Marcelo Bettini
Algunas personas creen que todo está escrito. No existe para ellos la noción cristiana del libre albedrío. En su lugar, juran que estamos dirigidos de forma inevitable y sobrenatural, aún cuando pensemos que obramos con libertad en un vano intento de encaminar nuestra existencia hacia el fin que hayamos elegido.
Pues bien, nunca creí en esa noción de lo que llaman destino, pero a veces me veo tentado a reconocer un sino trágico en ciertos acontecimientos. Los antiguos romanos le llamaban fátum: "lo que está escrito".
José Antonio Monzálvez tenía 46 años, trabajaba en una empresa petrolera en Neuquén y le gustaba la caza. En estos tiempos la cinegética está en el ojo del debate, sobre todo cuando se abaten animales que no son para comer, pero eso no fue obstáculo para que se embarcara en una aventura de caza mayor en el continente negro. Y allí, en un coto privado de Namibia, lo encontró la muerte personificada en un elefante que se desprendió de la manada perseguida y lo embistió hasta dejarlo inerte.
El cazador cazado es un clisé de la literatura, un lugar común. aún así, me resisto a pensar en eso que llaman destino. Desde un punto de vista lógico debemos decir que un cazador de animales salvajes tiene más probabilidad de morir en esa faena que el conductor de un colectivo mientras guía por el empedrado el interno 4 del amarillo o un empleado de línea de caja del Banco Provincia mientras paga un cheque al portador.
Pero una duda me acicatea la certeza cuando recuerdo a Tombolito, un entrañable trabajador jubilado de Radio Tandil que tenía afición por los juegos de azar, especialmente la quiniela. Lo apodó así el también recordado Sergio Pinchenti en alusión a la tómbola, palabra de raíz italiana que alude a una rifa.
Tombolito tenía un cuaderno al que los operadores técnicos llamaban "el papiro". En prolijas filas y columnas anotaba cada número de todos los sorteos. Y cuando a las tradicionales de nación y provincia se les agregó la de Montevideo tuvo que modificar el diseño. Las hojas más nuevas del papiro iban descubriendo, a medida que las ojeaba, otras más descoloridas. Las del final eran como fibra de cáñamo del color que deja en la piel de los libros el paso del tiempo.
Creo que trataba de descifrar en esa secuencia de números un sistema, un orden lógico, la sagrada geometría del azar. Una vez ganó fuerte y se compró un sillón que costaría, a plata de hoy, arriba de veinte mil pesos. No cabía en sí de contento. Pero la martingala para la quiniela no existe. Cualquiera que conozca a un jugador dará fe de que cuentan sólo las ganadas, que siempre son escasas; nunca hay testimonio de las derrotas. Por eso, a pesar de la euforia de los pocos batacazos, reconocía en la ronda de mate: "En la general, vengo para atrás".
Si no se hubiera jubilado seguramente habríamos hablado hoy del cazador argentino que mató el elefante africano. Porque el día después de conocida la noticia, en los tres sorteos de quiniela matutina salieron a la cabeza 18, 61 y 65. La sangre, la escopeta y el cazador.
Si existe lo que llaman destino, entonces nadie puede ganarle. Como nadie le gana al azar ni puede burlar a la muerte.
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Datos extraidos de Casas de Hoy